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Confesiones: El héroe anónimo de mi infertilidad


Llevo ya un buen tiempo tratando de escribir acerca de este tema, pero cada vez que me sentaba frente a la laptop y simplemente lo pensaba, los ojos se me llenaban de lágrimas, volteaba la mirada hacia la ventana que está a un lado de mi escritorio, contemplaba la belleza de los árboles y del cielo azul. Veía una que otra flor presumiendo su belleza; llenaba mi alma de la vida resplandeciente que emite la naturaleza y le decía a Dios, “no puedo, sé que tengo qué y quiero, pero no puedo, aún no puedo.”

De acuerdo a datos de la Organización Mundial de la Salud, una de cada cuatro parejas tienen problemas de infertilidad, a nivel mundial; es decir el 25% de las parejas en edad reproductiva. Según el INEGI, en México, 1.5 millones de parejas en ese mismo rango de edad, de 15 a 44 años, presentan este problema. Al igual que el 10% de las mujeres en Estados Unidos, a partir de estadísticas de los Centros para el Control de Enfermedades, CDC, por sus siglas en Inglés. Además, se aproxima que el 40% de los casos es por problemas relacionados con la mujer, el otro 40% con problemas en el hombre, y un 20% con esterilidad de origen desconocido. Ésta última la estadística a la que mi esposo y yo pertenecemos.

Me casé relativamente joven, 26 años y medio. Antes de casarnos, mi entonces novio y yo tuvimos una larga y profunda plática acerca de los hijos. La conclusión de esa plática, esperaríamos un año después de casarnos y tendríamos al menos 2 hijos y máximo (si mi sueño se cumplía) 4. En la luna de miel, acordamos los nombres que llevarían nuestros hijos, dos nombres de niña (Ivanna y Julia María) y dos de niño (Iker y Paulo), sólo por si acaso. ¿Intensos? No, ¿quién dijo? Al menos compartimos la misma locura o se la había contagiado a mi ya esposo (me fascinan los bebés y los niños, y los adolescentes ocupan un lugar muy especial en mi corazón, mis alumnas lo pueden confirmar).

Uno de los meses, durante nuestro primer año de casados, pensamos que el ser papás se había adelantado a nuestros planes, nos emocionó, y mucho. Siempre estuvimos abiertos a la posibilidad de que la llegada de nuestros hijos se podía anticipar, pero resultó ser negativo.

Por fin, nuestro primer aniversario y ahora sí, nuevo objetivo: ser papás. Transcurrieron algunos meses y no tuvimos suerte. Lo difícil fue que con el paso del tiempo mis ciclos comenzaron a ser MUY largos, y el tiempo traía consigo la esperanza de que era porque habíamos logrado concebir a nuestro primer hijo. Al final, no fallaba la desilusión de las pruebas de embarazo mostrando un resultado negativo. Fue aquí cuando enfrentamos el primer gran obstáculo: el diagnóstico, Síndrome de Ovario Poliquístico. Pero, todo se solucionaba con tratamiento y listo. Sólo era cuestión de tiempo y de echarle todas las ganas a la hermosa tarea para que por fin fuéramos papás. En el inter, una amiga, a la que quiero profundamente, perdió a su bebé a los cinco meses de gestación, yo no podía siquiera imaginar el insondable dolor y vacío que podía estar sintiendo. Rogué con todo el corazón que no me pasara a mí.

Después de un tiempo fuimos con una especialista en infertilidad y gracias a ello, visitaba más al químico del laboratorio clínico que a mi mejor amiga. En una de mis tantas idas cuando me vio, como por vez número 128, me dijo, “le mandan hacer muchos estudios constantemente, verdad?” Con risa nerviosa y desilusionada le contesté, “Sí.”

No fui a la única que le tocó visitar el laboratorio, mi esposo recibió su propia dosis de estudios. Por último, a mí, me hicieron una salpingografía, el estudio más incómodo e invasivo que puedas imaginar. Y así fue como poco a poco se fueron descartando todas las posibilidades detrás de nuestro problema, siempre con el mismo resultado, infertilidad sin causa aparente.

Pasó más tiempo y por fin, un rayo de luz apareció en nuestra vida. Tuve un retraso en mi ciclo y corrí a comprar varias pruebas de embarazo. Prometo que tengo el Record Guinness de la persona que ha comprado el mayor número de pruebas de embarazo o al menos tendría que tener una membresía de comprador frecuente con las farmacéuticas.

Nerviosa, me hice la primera prueba: ¡Positivo! No lo podía creer, estaba petrificada. Le mandé foto a mi mejor amiga y le pregunté que si para ella lo que veía era un positivo (en ese entonces ella trabajaba en una clínica de embarazos y solía ver muchas pruebas de embarazo al día). Me dijo que sí.

Cuando llegó Alfredo del trabajo, le conté la sorpresa, yo tenía la idea de hacerle un gran regalo, pero la emoción me venció. No cabíamos de la alegría, pero sólo para estar seguros me haría otra al siguiente día. El resultado de la segunda: negativo. Sabía que era mucho más común recibir un falso negativo que un falso positivo, así que me hice una tercera. Resultado - positivo. Preocupados, decidimos mejor hacer una prueba sanguínea, esa si que no falla.

Durante las 24 horas que esperamos los resultados de la prueba de sangre, Alfredo llegó a la casa después del trabajo. Misterioso y con una sonrisa me entregó una pequeña bolsa de regalo y con voz nerviosa me dijo, “los vi y no pude resistir las ganas de comprarlos.” Abrí la bolsa y dentro estaban los Converse de bebé más tiernos que alguien pueda imaginar. Lloramos, reímos y esperamos. El resultado de la prueba: negativo.

Para ese entonces no nos faltaron los consejos con las mil y un recetas mágicas para quedar embarazada. Así como las trescientas historias de otras mujeres que cuando por fin perdieron la esperanza, justo en ese momento, se embarazaron. Y también, preguntas incómodas sobre el porqué no nos sometíamos a tratamientos que para nosotros implicaba un problema ético. La mayoría, lo puedo asegurar, con las mejores de las intenciones y tratando de mostrar cariño y apoyo.

Mientras más pasaba el tiempo, las miradas en los demás se convertían en lástima, aunque creo firmemente que los más cercanos a nosotros podían sentir y vivir el dolor que invadía nuestros corazones. No hay palabras para agradecer a todas las personas que nos acompañaron y siguen a nuestro lado.

Poco a poco vivimos nuestro duelo. La negación, esto no nos puede estar pasando a nosotros. Los hijos llegan en el tiempo perfecto, todavía no es ese tiempo. Seguido por la ira, para mí la más dolorosa, sin quererlo sentía a la vez felicidad (y quería permanecer sólo feliz) y envidia de las personas cercanas a mí que quedaban embarazadas, entre otros sentimientos desagradables. Después, la negociación: adoptamos, pero primero uno nuestro. La depresión: sentir una tristeza tan profunda, que me sentía incapaz de nada, sólo quería estar en mi casa y dormir, pero al salir, cuando cerraba la puerta detrás de mí, escondía esa tristeza en la sonrisa más alegre que puedas imaginar. Si de algo estoy segura es que mi sonrisa es extremadamente contagiosa y podía ocultar mi tristeza. Por fin, la aceptación: es para mí un regalo saber que mi esposo y yo no necesitamos de nada más para ser felices. Deseamos un hijo, sí profundamente, pero juntos estamos completos, juntos es suficiente...

Podría escribir un libro relatando todo lo que hemos vivido durante este tiempo, incluso sobre la espera con el DIF y nuestro proceso de adopción. Pero, en realidad de quien quiero hablar es del héroe de esta historia, mi esposo. Es esta parte, para mí, la más importante.

Sólo un corazón paciente, empático, generoso y sobre todo que ama mucho podría cumplir en esos momentos lo que muy enamorado prometió el 29 de noviembre del 2013, frente al altar “Yo, Alfredo, me entrego y te recibo a ti, Fernanda, como mi esposa, para amarte y respetarte, en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad, todos los días de mi vida.” Sin duda es él, la mejor decisión que he hecho en mi vida. En definitiva, soy yo la más suertuda de que ese corazón me haya elegido a mí como su esposa y yo a él como mi esposo.

Mentiría si les digo que este proceso no ocasionó un terremoto en nuestra relación y que más de una vez tuvimos que construir nuestro amor, nuestra sexualidad y nuestra comunicación desde los escombros.

¿Cuál es el secreto?

1. El amor

Pero no el que prometen los finales de película, sino el amor que se sacrifica, el amor que se entrega cuando más cuesta y que acepta. El amor que ama cuando no se quiere amar. El amor que la mayoría de las veces da el 100%, aunque sienta que sólo se está dando el 1% del amor del que se es capaz. El amor libre, total, fiel y fecundo. Ser todo en mi esposo y él todo en mí. El amor que llena de esperanza y se hace fuerte en el dolor.

2. Comunicación, comunicación y más comunicación.

Una de las habilidades más asombrosas de la persona es su capacidad de comunicarse. Es tan innata, que lo hacemos desde el vientre materno. El éxito de un matrimonio depende de forma vital de la comunicación constante entre los esposos.

Debo admitir que hubo momentos en los que le fallé a nuestra naturaleza social. Cuando ocurría sólo pensaba, “Fer, tú eres la experta en matrimonio y familia, deberías saber mejor.” Pera hasta el más profesional puede dejar que las emociones (y también las hormonas) tomen el control de sus acciones. Sin embargo, no hubo ni una de esas veces en la que el héroe anónimo de esta historia no esperara en mí, para que utilizaramos lo mejor que teníamos en ese momento, la confianza en el otro, poder ser vulnerables y comunicar todo lo que nuestra cabeza y corazón guardaban. A veces, llorar juntos nos bastó, para poder decir: “No quiero verte triste. Entiendo, pero es muy difícil ver el brillo y la alegría de tus ojos convertirse en lágrimas y tristeza, sé que es normal. A mí también me duele y me cuesta.”

3. Asumir el problema juntos.

Es normal que uno sienta mayor culpa ante este problema, sobre todo si biológicamente hablando, uno de los dos es quien es infértil; pero al ser un matrimonio es algo que se debe de enfrentar como si fuera de ambos. En nuestro caso esto fue un poco más fácil, porque nuestro diagnóstico es esterilidad de origen desconocido, es decir al parecer ninguno de los dos tiene problema. Aunque en el principio yo me sentía culpable y juraba que la del problema era yo. Incluso en alguna ocasión le dije a mi esposo: “¿Y qué tal que tú si puedes tener hijos y soy yo la del problema?” A lo que él me contestó: “Si uno no puede ser papá, ninguno de los dos puede.” Y desde ese instante se convirtió en nuestro lema. No saben la paz y la intimidad que se produce en la pareja cuando los dos están en el mismo barco y enfrentan el problema juntos.

No es fácil, nada fácil, enfrentar la esterilidad o infertilidad. Es tan difícil que muchos matrimonios se destruyen ante ello, pero no es imposible. Se puede, no sólo sobrevivir ante el problema, sino sacar lo mejor de la pareja, siempre y cuando se enfrente juntos. Este problema, como cualquier otro, es una gran una oportunidad para que el matrimonio se fortalezca y descubra aún más las riquezas que tiene cada uno, lo que aporta a su relación y a la vida del otro. No duden, por ningún instante, en pedir ayuda a un experto en matrimonio que les acompañe en el camino; y recuerden, la debilidad en uno es fortaleza en el otro.

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